Hasta hace unas décadas, en el pequeño hospital de Pichilemu se atendían partos con total normalidad. Las madres pichileminas daban a luz en su propia comuna, rodeadas de sus familias, sin la angustia de los viajes a última hora ni la sensación de estar lejos de su hogar en uno de los momentos más decisivos de la vida. Pero eso quedó atrás. Hoy, como ocurre en más de 70 comunas del país, en Pichilemu no nacen niños porque no existen las condiciones mínimas para realizar partos seguros.
Lo que podría interpretarse como un detalle administrativo tiene profundas implicancias sociales, emocionales e identitarias. En Chile, el Ministerio de Salud exige desde hace décadas que los partos se atiendan únicamente en recintos con equipos y especialistas capaces de responder ante cualquier emergencia. Es una política sanitaria que ha permitido reducir la mortalidad materna y neonatal al nivel de países desarrollados. Sin embargo, también dejó a cientos de miles de familias sin la opción de que sus hijos nazcan en su propia comuna.
El fenómeno es más visible en casos extremos, como Juan Fernández, donde mujeres deben recorrer hasta 670 kilómetros en avión para poder parir en el continente. Pero la realidad de fondo es la misma en lugares mucho más cercanos. Pichilemu, capital provincial, turístico, en crecimiento, con más de 20 mil habitantes permanentes y un volumen de población flotante que se multiplica en verano, no tiene un hospital habilitado para recibir partos. Las futuras madres deben trasladarse a Santa Cruz u otras comunas, muchas veces semanas antes de la fecha estimada, asumiendo costos, alejándose de sus familias, interrumpiendo sus rutinas y postergando trabajos y cuidados.
Todo esto parece normalizado, pero no debería serlo. ¿En qué momento aceptar que nuestros hijos nazcan lejos se volvió parte natural de la vida pichilemina?
Más allá de la logística, está el tema de la identidad. Los niños terminan inscritos como nacidos en otras comunas, como si Pichilemu fuese solo el lugar donde viven, pero no su origen. La ley permite, desde 2012, registrar la residencia de los padres para corregir en parte esta injusticia. Pero no resuelve el problema de fondo: las madres siguen sin poder dar a luz en su propio territorio.
Esto genera, además, una paradoja que pocos comentan: mientras Pichilemu crece, se desarrolla y recibe miles de visitantes al año, su hospital se queda atrás en prestaciones básicas. Y al hablar de prioridades sanitarias, no se trata de pedir un centro de alta complejidad como los de grandes ciudades, sino de algo más simple: un plan realista, gradual y comprometido para que las mujeres de Pichilemu puedan volver a dar a luz aquí.
Sí, necesitamos especialistas. Sí, se requieren protocolos, equipamiento y equipos entrenados. Pero esto no puede seguir mirándose como un lujo o como un imposible. Es un derecho básico. Es, incluso, una cuestión de dignidad territorial.
Cuando una comuna no puede garantizar que sus propios habitantes nazcan en ella, algo profundo está fallando. Es un síntoma más del centralismo, de la postergación crónica y del desbalance en la distribución de recursos y servicios. Y Pichilemu lo sabe: lo vive en salud, en educación, en conectividad, en seguridad.
Recuperar el derecho a nacer en casa es un acto de reparación. Es devolverle a Pichilemu algo que ya tuvo, que perdió y que merece recuperar. Algo tan simple y tan trascendental como permitir que los pichileminos nazcan en Pichilemu. Porque nacer aquí no solo es un dato. Es pertenecer.
DIEGO GREZ CAÑETE
Periodista y estudiante de Derecho

